El laboratorio de Frankenstein | Opinión | La Voz del Interior

2022-09-10 02:30:06 By : Ms. Crystal zhang

Relatos de San Francisco, de aquella época en que no existían teléfonos inteligentes para fotografiar o redes sociales para escribir y compartir.

En la primera Navidad en San Francisco, diciembre de 1957, mi papá tuvo suerte de novato. Compró el 79, el último número que quedaba de una lista manchada de sangre en la carnicería de don Ángel González, situada frente al Cine Mayo. Don Ángel rifaba un lechón de siete kilogramos que expo-nía descuartizado sobre el mostrador con un cartelito clavado en el hocico: “Lo cacé yo”.

Al día siguiente, su esposa Anita, la modista más creativa del barrio, fue portadora de buenas noticias.

–Doña Tota, felicidades, dígale a don Livio que ganó la rifa.

–Salió el 79. Ganó un lechón.

–¡No le creo! Nos viene rebién para fin de año.

–¿Con quién la pasarán? ¿Vienen sus parientes?

–Estaremos solos. Vengan a celebrar el 31 con nosotros. Asamos el chancho en el patio –dijo mi mamá, sin sospechar que nacería una amistad profunda entre ambas familias.

El 31 de diciembre, don Ángel y doña Anita, y sus hijos Stella y René, llegaron a casa con varias botellas de sidra La Parranda y un budín inglés con nueces y frutas abrillantadas. Desde entonces, mar-tes de por medio, Anita y mi mamá organizaban cenas con un menú fijo, que variaba según quien jugara de local o visitante. Mi mamá era a puro canelones con salsa blanca y la Anita despuntaba con arroz con pollo con azafrán. Cada cena comenzaba con chismes del barrio y terminaba con uvas moscatel a la grapa y unas partidas de Chinchón a puro grito hasta cerca de la medianoche. A nosotros, los más chicos, nos habilitaban para jugar al culo sucio con barajas desgastadas, aunque preferíamos doblar cada carta, pararlas en hilera y jugar al efecto dominó dibujando siluetas sobre el piso.

Mientras la amistad crecía, se empezaron a tutear, y Ángel y mi papá comenzaron a pensar en varios negocios para aumentar sus ingresos. Decidieron instalar una fábrica de soda en el garaje de casa. Compraron una máquina que tenía mangueritas y tubos como un marciano y que operaba con alto voltaje, al estilo el laboratorio del doctor Víctor Frankenstein. Hicieron fabricar sifones de vidrio verde macizo, con la marca estampada en el pico de acero. La marca esmerilada de “González y Trotti” tam-bién estaba en la panza del sifón, así como la procedencia: “Iturraspe Esq. Perú, San Francisco, Córdo-ba, Industria Argentina”.

Cuando llegaron los sifones con sus nombres, se les aguaron los ojos y se llenaron de sueños. Desbancarían a las demás soderías y se harían millonarios. Contrataron a un primo del Zorrino como el fabricante de soda. Era alto y fornido, cara de pocos amigos, cabeza cuadrada y sin cuello: el mismí-simo Frankenstein. Usaba una gorra Ombú Grafa, con la que se tapaba las cicatrices de la frente por donde le habían cambiado el cerebro. Había repartido y llenado sifones para otras soderías. Al conocer la cadena de distribución y potenciales clientes, Ángel afirmó: “Tenemos éxito asegurado”. Y le aventu-ró a mi papá: “Livio, podrás hacer todos los experimentos que se te canten”.

Mi papá soñaba con emprender algo nuevo. Su primer experimento fue introducir vino en sifón y así emular el trago más popular entre los changarines, el “medio litro de vino con soda”. El éxito asegurado se desmoronó cuando el Zorrino le bajó el pulgar: “Livio, lo extraordinario del medio litro es tomarlo a pico y pasarlo. Es como el mate: cuestión de amigos... Esto de ponerlo en copas es una mari-conada”.

Descartado el experimento, mi papá no se doblegó. Una tarde sentó al Zorrino, al Buey y a Galera en el patio, para que probaran sus productos. El sodero fue trayendo varios sifones cargados con soda saborizada con ralladura de naranja, jugo de sandía, granadina y hasta savia de alóe vera. Mi papá ano-taba reacciones, pero no pudo con la que colmó el vaso del desprecio, y tiró la toalla: “Me gusta más con naranja Crush”, dijo Galera, riéndose burlonamente.

–¡Qué tipos de mierda que son! –reaccionó mi papá, para sorpresa de Galera y los demás.

–Usted me pidió la verdad, don Livio –se disculpó Galera.

–Sigamos haciendo soda normal –le dijo malhumorado mi papá al sodero, metiéndose al labora-torio.

–No se desanime. Sigamos con los experimentos. Escuché que los mexicanos le ponen limón a la cerveza. Probemos con naranja.

–Por favor, si nadie quiere vino en sifón, menos será cerveza. Sigamos con lo nuestro –le con-testó mi papá, despechado.

Mi mamá también le pinchó el globo, cuando después de mirarnos por largo rato a Stella, René, mi hermano y yo que nos corríamos a chorrazos limpios con los sifones, mi papá creyó ver la luz al final del túnel: “¿Y si inventamos sifones para carnaval?”. Mi mamá tardó menos de una milésima de segundo para desalentarlo: “Si se caen al piso revientan, Livio; imaginate el lío que nos ganamos”.

Lo que terminó reventando fue la máquina para hacer la soda. Nunca se supo si fue una pérdida del tanque de dióxido de carbono, un cortocircuito o qué, pero un refucilo estruendoso partió la puerti-ta del garaje en dos y le sacó radiografía a los limones, pájaros y palomas en el patio. Esperé sin suerte ver al propio Frankenstein salir humeante del garaje, como en las películas del Mayo.

Con la explosión, se acabaron los experimentos y la sociedad “González y Trotti”. La sodería si-guió funcionando por unos meses más, después que la compró un amigo de la infancia de mi papá que también había llegado desde Eustolia para probar suerte en la ciudad.

La sodería del Elso Boasso tampoco tuvo final feliz, pero fue por una explosión de otro tipo. El Elso, su esposa Quiqui y el Huguito, su primogénito con ojos color cielo, subalquilaron a mis padres el salón contiguo al bar donde había crecido la verdulería del Luisito y la Dorita Delgado y que, después, mi mamá usó para depósito y como distribuidora de Leche Prima.

Los Boasso utilizaban nuestro baño y usaban de atajo el comedor de mi casa para llegar al gara-je. A mi mamá, fanática de la limpieza, no le agradaba que le pisaran los pisos recién baldeados o no le gustaba otra cosa que mi papá nunca pudo descifrar.

–Por favor, Quiqui, no pasen por aquí que me marcan todo el piso.

–Ay, Tota, no te vas a morir por esta pavada. ¡Qué exagerada!

–No soy la sirvienta de ustedes –respondió mi mamá, con un tono de voz que acentuó en la úl-tima palabra y que solía acarrear consecuencias.

Al mediodía, se desataron las consecuencias cuando mi papá regresó del trabajo.

–Me dejan el piso un desastre. Y el baño, ni hablar.

–Calmate las pelotas. Encima que vos no hacés nada, ahora tengo a tres más.

–Calmate nada. Yo soy la que limpia y refriega como una tarada.

–No pensarás que los voy a echar. Es mi amigo.

–Yo tu esposa. Él o yo. Elegí.

–Pero Tota, por favor, no me hagas esto. ¿Adónde van a ir?

–No es mi problema. Deciles que Pons te advirtió que no podemos subalquilar y te amenazó que no te venderá la esquina.

El Elso pareció que necesitaba un empujoncito para pegar un paso al frente, porque ni se inmutó con el pedido; tampoco ellos estaban muy cómodos. Mi papá tuvo miedo de perder a su amigo, pero por años siguieron de visita y en las tertulias siempre recordaban los penales que atajaba el Elso y los goles que hacía mi papá en el equipo aficionado de Eustolia.

Con el laboratorio vacío y a disposición, me tocó a mí la hora de los experimentos. Las langos-tas eran una plaga y caían como bombas japonesas sobre Pearl Harbour. Mi mamá las combatía con Gamexane y Kreolina o las juntaba a paladas echándolas en un tarro con kerosén. “No me mires así”, me dijo, “tranquilo, las langostas no tienen alma”. La hoguera despedía un hedor agrio, pero la técnica era muy efectiva. Mi papá se quejaba de que la municipalidad no fumigara ni podara a tiempo, y que permitiera unos árboles frondosos y apetitosos.

Antes de que encendiera la hoguera, yo escogía las langostas más corpulentas, les extirpaba los serruchos y las ponía a correr en una pista de madera sobre dos sillas, que había creado en el garaje. Les pegaba debajo con un destornillador y ellas, asustadas, salían disparadas hasta la meta. Había to-mado la idea de un juego de carrera de caballos en la vidriera de Juguelandia. Era una pista de hule con caballitos de plástico que avanzaban con la vibración producida por una manivela. Mis carreras eran mejores, en vivo, y tenían las mejores fieras del circo romano. A las ganadoras, las ponía en una caja de zapatos con lechuga, listas para la próxima carrera, y las perdedoras acababan en la hoguera de mi mamá.

Mi experimento paró en seco cuando mi hermano entró al laboratorio y me vio en plena faena.

–Estás loco, vos. ¡¿Qué estás haciendo, Nenucho?!

–Carreras de caballo en el circo romano.

–¡Salí de acá o te reviento a patadas! ¡Asesino! –me sorprendió, con alma de San Francisco de Asís– ¡Sufren igual!

–Son langostas. No tienen alma.

–¿Quién mierda te dijo eso?

–Sí, claro, vos te creés que yo como vidrio. No mientas y rajá de acá antes de que le diga a papi.

La explosión del laboratorio había dejado varias figuras de monstruos grabadas en las paredes, un borceguí de Frankenstein medio despedazado y una especie de cascote reluciente: un pedazo de vidrio de culo de sifón al que se le había fundido una cabeza de metal en uno de los lados.

El cascote verde traslúcido estaba cubierto por el metal con unas letras repujadas, “otti”, las úl-timas de un sifón “González y Trotti” que había sucumbido en la explosión.

Apenas el Buey vio mi cascote, trató de cambiármelo por un paquete de caramelos de leche. Le dije que no. Insistió y me convenció de que lo haría pulir para usarlo para el juego de la taba, del que era experto y ganador de todas las batallas y apuestas en el patio. “Es increíble: si le hago cortar un pedacito de vidrio de la esquina y otra de metal por acá, es una taba perfecta”.

A la taba la jugaban los changarines en el bar durante sus asados en el patio. El juego había des-puntado desde que don Adalesio y otros gauchos y chacareros de la Feria Gilli trajeron una bolsa llena de esos huesos de vaca. El Buey era considerado el rey de la taba, por su destreza y porque cada vez que la lanzaba gritaba eufórico, sintiéndose el propietario del juego: “Abran cancha que aquí va la pata de mi hermana”.

Un tornero del barrio pulió mi cascote y le dejó un lado cóncavo y otro plano, como requerían las reglas. Era más pesada que las de hueso, ideal para jugar sobre el piso de cemento del patio.

–A ver, a ver, ¿quién será el de la “suerte” hoy? –preguntó desafiante el Buey, mientras el Zo-rrino recolectaba las apuestas en monedas.

–Espero que no saques la de vidrio; seguro que la tenés cargada –le recriminó serio Galera, infi-riendo una taba tramposa.

El Buey depositó la taba en su palma, acomodó la parte cóncava hacia abajo y la plana mirando al cielo. Entrecerró sus ojos, vio en su mente las volteretas que daría y apuntó a la raya más lejana y de mayor puntaje.

–Apuesten señores, apuesten. Culo o suerte. Vamos, no se caguen –invitaba el Zorrino–. ¡Acá vienen mi hermano y su hermana!

La taba voló por el aire y pareció suspenderse, entre un mar lleno de gritos. Astilló el cemento y se afirmó erguida.

–¡Pinino! ¡Pinino! –vociferó el Buey, corriendo enloquecido y saltando la parrilla con los puños en alto, a sabiendas de que un pinino terminaba la partida.

–No puede ser; dámela, dámela –insistió Galera, que examinó la taba tratando de encontrar trampa, tirándola tres veces seguidas para cerciorarse de que no cayera de la misma forma–. ¡Qué jue-go de mierda! Este siempre gana de una.

El festejo del Buey espantó a las palomas y hasta las moscas, pero atrajo a mi papá. Le tenían miedo porque varias veces había advertido que a las tabas “las carga el diablo”. Contaba que en el cam-po de Eustolia, varios de sus amigos habían perdido hasta el alma. “Algunos perdieron vacas, otros un par de hectáreas y uno hasta su mujer”.

–¡Bueeeeeyyyyy! ¡Qué mierda estás haciendo!

–Nada, don Livio, nos estamos divirtiendo con los muchachos.

–Ya les dije que no quiero que jueguen a este juego de mierda. No quiero a nadie apostando. En-tiendan que ni la Tota ni yo queremos más líos.

–No estamos apostando, don Livio, solo jugamos por un par de vinos.

–¿Te crees que soy boludo? Todos ustedes dijeron que aquí no jugaban a la quiniela y ya vieron que fui yo el único boludo que terminó en el calabozo.

–Está bien las pelotas. Dame la taba. Se acabó.

Con el secuestro de la taba, mi papá dio por terminadas las apuestas y el patio perdió gritos y colorido. Por varios días se disparó el rumor de que había prohibido la taba porque competía con la polla y la quiniela, otros juegos clandestinos que alentaba con mi mamá.

Tiempo después, mi papá compró su primer Auto Unión y el laboratorio de Frankenstein volvió a su origen de garaje, transformándose en uno de sus lugares favoritos de la casa.

Leer más anécdotas de la Pampa Gringa. Próxima entrega, el sábado: “¡Mataron al rey, asesinaron al Rey!””

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